«Cuando el 11 de septiembre vi las tomas por televisión, me recordaron instantáneamente el 6 de agosto de 1945. En Europa escuchamos las noticias del bombardeo de Hiroshima durante la tarde de aquel mismo día.
Las correspondencias inmediatas entre estos dos sucesos involucran una bola de fuego que desciende del cielo claro sin aviso alguno; ambos ataques fueron programados para coincidir con el momento en que los civiles de la ciudad objetivo se dirigían a su trabajo, las tiendas estaban abriendo y los niños en la escuela trabajaban sus lecciones. Es semejante la reducción a cenizas, y que los cuerpos, lanzados por el aire, se volvieran escombro. Son comparables la incredulidad y el caos provocados por una nueva arma de destrucción que se emplea por vez primera: la bomba atómica, hace sesenta años, y una aeronave civil el otoño pasado. En todas partes del epicentro, en cada cuerpo e objeto, un grueso manto de polvo.
Las diferencias en contexto y escala son, por supuesto, enormes. En Manhattan el polvo no era radiactivo.
Las bombas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki anunciaron que Estados Unidos era, de ahí en delante, la suprema potencia armada del mundo. El ataque del 11 de setiembre anunció que esta potencia ya no tenía garantizada la invulnerabilidad en su propia casa. Ambos eventos marcan el principio y el fin de un cierto período histórico.»
[John Berger, Con la esperanza entre los dientes; trad. Ramón Vera Herrera, Alfaguara 2010;
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