«No es que tenhamos ninguna prevención a priori contra todo lo que reluce, pero siempre hemos preferido los reflejos profundos, algo velados, al brillo superficial y gélido; es decir, tanto en las piedras naturales como en las materias artificiales, ese brillo ligeramente alterado que evoca irresistiblemente los efectos del tiempo. “Efectos del tiempo”, eso suena bien, pero en realidad es el brillo producido por la suciedad de las manos. Los chinos tienen una palabra para ello, “el lustre de la mano”, los japoneses dicen “el desgaste”: el contacto de las manos durante un largo uso, su frote, aplicado siempre en los mismos lugares, produce con el tiempo una impregnación grasienta; en otras palabras, ese lustre es la suciedad de las manos.
Esto explica que al aforismo que reza: “el refinamiento es frío” se le haya podido añadir “... y algo sucio”. Sea como fuere, es innegable que en el buen gusto del que alardeamos entran elementos de una limpieza algo dudosa y de una higiene discutible. Contrariamente a los occidentales que se esfurzan por eliminar radicalmente todo lo que sea suciedad, los extremo-orientales la conservan valiosamente y tal cual, para convertirla en un ingrediente de lo bello. Es un pretexto, me dirán ustedes, y lo admito, pero no es menos cierto que nos gusten los colores y el lustre de un objecto manchado de grasa, de holín o por efecto de la intemperie, o que parece estarlo, y que vivir en un edificio o entre utensilios que posean esa cualidad, curiosamente nos apacigua el corazón y nos tranquiliza los niervos.»
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